Capítulo 3.1
El contexto jurídico-económico y las consecuencias de la sucesión y testamentaría de Fernando VII
Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Murcia, especializado en historia empresarial y financiera. Es autor de siete libros y más de cuarenta publicaciones de rango internacional. Ha sido investigador visitante de la Universidad de Harvard y la Universidad de Londres.
Letrado de las Cortes Generales. Académico de Número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Ex Presidente del Patrimonio Nacional y ex Director General Adjunto para Cultura de la UNESCO. Es autor de varios libros sobre la Monarquía y la protección del Patrimonio Cultural
El periodo que va desde el fallecimiento de Carlos III en 1788 al de su nieto Fernando VII en 1833, junto con el proceso derivado de la sucesión y testamentaría de este último monarca a partir de esa fecha, supone la sucesión de una serie de acontecimientos históricos y decisiones jurídicas que, si bien tardaron en surtir todos sus efectos, por causa de las diversas coyunturas políticas, hasta los últimos años del reinado de Isabel II, sentaron las bases para la promulgación en 1865 de la primera Ley reguladora del Patrimonio de la Corona, distinguiéndolo tanto de los bienes del Estado como del patrimonio privado del Rey y de la Familia Real, desde la perspectiva del Estado liberal.
La configuración de un conjunto de bienes muebles e inmuebles vinculado de modo indisoluble y permanente a la Corona como institución, usado y disfrutado por el monarca, aunque no en concepto de propiedad personal suya, sino de mero poseedor, y diferenciado también del caudal que éste recibía del Tesoro público en concepto de dotación o lista civil, suponía un cambio sustancial respecto de la tradición jurídica del Antiguo Régimen.
Antes de la Revolución liberal, la titularidad del Real Patrimonio – constituido por los lugares llamados de “realengo”, los bienes raíces pertenecientes a la Corona, las rentas de estos últimos y otros ingresos asimilados a ellas, como los derechos y rentas procedentes del Real Patrimonio de la Corona de Aragón –, así como la de la Real Hacienda – constituida por los tributos, las rentas de aduanas y monopolios fiscales del tabaco, la sal y el papel sellado, las regalías asociadas a las minas, las salinas y las pesquerías o a la acuñación de la moneda, y la deuda pública - se atribuían sin más al monarca reinante, que podía disponer de todos ellos, aunque la mayor parte sirvieran, como es lógico, para sufragar los gastos del conjunto de la Monarquía y no sólo los de la Real Casa. En ese periodo, no existía en rigor un caudal o patrimonio privado de los Reyes separado del Real Patrimonio. No obstante, dentro de los gastos atribuibles en sentido estricto a la Casa Real (alrededor de un 10% del total de los ingresos) existió, en los últimos tiempos del absolutismo, un fondo separado, el denominado “bolsillo secreto” del monarca, con cargo al que se pagaban sus gastos estrictamente privativos, así como aquellos otros decididos libremente por él, sin sujetarse a obligaciones preestablecidas.
También se mantuvo, desde 1545 hasta el reinado de Carlos III, una administración separada de la del resto del Real Patrimonio, directamente vinculada al Rey (primero mediante la Junta de Obras y Bosques y desde 1768 a través de la Primera Secretaría de Estado), para aquellos bienes inmuebles y muebles del Real Patrimonio que eran disfrutados o usados por los monarcas o se reservaban a su servicio inmediato, como los Palacios Reales, los Reales Sitios y sus partes integrantes, pertenencias, accesorios, obras de arte y mobiliario, los bosques y cazaderos reales o algunas otras fincas y establecimientos vinculados a la Corona.
Sin embargo, como consecuencia del fallecimiento de Fernando VII, de la partición testamentaria de su herencia entre sus hijas y su viuda en el largo proceso que medió entre 1833 y 1845 y de los avatares posteriores, que desembocaron en la Ley del Patrimonio de la Corona de 1865 - al margen de los fallidos intentos del Estatuto de Bayona de 1808 y de la Constitución de Cádiz de 1812 -, se separó finalmente el caudal privado de los monarcas y de los miembros de su familia del Patrimonio de la Corona y éste, a su vez, se diferenció del Patrimonio del Estado, al que se cedieron muchos bienes que habían pertenecido al antiguo Real Patrimonio, suprimiéndose definitivamente el Real Patrimonio de la Corona de Aragón, que había constituido una fuente de ingresos directa de la Casa Real hasta bien entrado el reinado de Isabel II.
Como consecuencia de este proceso de desagregación de muchos bienes del antiguo Patrimonio Real y su conversión en bienes del Patrimonio del Estado, así como del simultáneo proceso de desamortización de bienes eclesiásticos, durante el reinado de Isabel II se fueron conformando las grandes instituciones culturales del Estado, consolidadas en el Sexenio revolucionario (1868-1874) y mantenidas y reorganizadas por la Restauración. Por tanto, los fondos y colecciones integrantes de los actuales museos, archivos y bibliotecas del Estado proceden en gran medida de la gran transformación producida por ese doble proceso, desagregador y desamortizador, en el marco de la creación del Estado constitucional en España.
Es objeto de este estudio el análisis y publicación íntegra por vez primera, como fuente histórica primaria, de la testamentaría de Fernando VII, custodiada en el Archivo General de Palacio. Por lo tanto, analizaremos los antecedentes y el contexto de ese documento, así como sus consecuencias más importantes. Sobre todo, lo concerniente a la consolidación como institución del Museo del Prado durante el reinado de Isabel II, así como la configuración, resultante de la testamentaría de Fernando VII, del conjunto de bienes muebles e inmuebles que constituyeron finalmente en 1865 el Patrimonio de la Corona, antecedente inmediato del Patrimonio de la República en 1932 y, desde 1940, tras la Guerra Civil, del Patrimonio Nacional, regulado actualmente en el artículo 132.3 de la Constitución de 1978.
El marco histórico y los antecedentes son esenciales para entender qué se estaba decidiendo en el testamento de Fernando VII como también la trascendencia futura de las decisiones que, sobre la base de este documento, tomaron en los años siguientes muchos actores políticos, incluidas las herederas del Rey, con respecto al inmenso legado artístico de la Corona.
Catorce años antes de su muerte Fernando VII había fundado el Museo Real de Pinturas y Esculturas - Museo del Prado - y la Corona había comenzado poco a poco a poner las bases para la posterior creación de otras instituciones culturales - la Biblioteca Nacional, el Museo Arqueológico Nacional, el Museo Nacional de Ciencias Naturales -, mediante la desagregación de partes importantes de las colecciones guardadas hasta entonces en los Palacios y Sitios Reales. Estas instituciones son hoy, junto con el actual Patrimonio Nacional, la columna vertebral del patrimonio cultural del Estado español.
Pero, como veremos, la decisión de gestar estas instituciones no fue siempre original de este monarca – en ciertos casos tenía como antecedente proyectos de la Monarquía ilustrada - ni tampoco fue una disposición marcada por una pretendida cesión futura al país de las obras de arte que sus antecesores habían acumulado y que él consideraba propias. De hecho, para él supuso más bien una maniobra para facilitar la gestión de un patrimonio cada vez más difícil de sostener y el deseo de reformar los palacios reales a su gusto. Lo que no podía imaginar el monarca es que la consolidación definitiva, con posterioridad a su muerte, del liberalismo y el concepto moderno de Nación, del que renegó toda su vida, marcaron un proceso que tardó tres décadas en cerrarse y que desembocó finalmente en la cesión al Patrimonio del Estado y al nuevo concepto de Patrimonio de la Corona (definitivamente diferenciado como tal de los bienes privados del monarca y de su familia) de la práctica totalidad de ese patrimonio.
Por lo tanto, en este punto nos vamos a preguntar, e intentar responder, a la cuestión de hasta qué punto el contexto político y el estado de la economía condicionó la gestión del patrimonio material y artístico de la Corona española en el reinado de Fernando VII y en qué medida las decisiones de los monarcas anteriores y posteriores llevaron a consolidar unas políticas culturales de naturaleza estatal, que se venían pergeñado desde la Ilustración y que, a la larga, permitirán la definitiva configuración de los museos, archivos y bibliotecas del Estado en España, así como del actual Patrimonio Nacional.
Antecedentes jurídicos de la configuración del Patrimonio de la Corona como resultado de la sucesión y testamentaría de Fernando VII.
Como ya señaló Cos Gayón en su clásico libro “Historia jurídica del Patrimonio Real”, “el Patrimonio de la Corona se compone de los bienes muebles é inmuebles, que permanecen unidos a la sucesión en los Reinos, para el mayor brillo de la Dignidad Real, sin ser tomados en cuenta para los inventarios y particiones de las testamentarías” .
En este sentido, el testamento de Carlos III en 1788 ayudó consolidar y clarificar los límites de lo que en el siglo XIX se conceptuaría como Patrimonio de la Corona, que el Rey había enriquecido significativamente en vida. Lo expresó de la siguiente forma:
“Declaro que durante mi reinado he hecho algunas adquisiciones de bienes, raíces o estables, y varias mejoras y adelantamientos en otros, como son los pinares de Balsaín, la Moraleja, Palacio de Riofrío y otras cosas semejantes que heredé de mis padres y Señores D. Felipe V y D.ª Isabel Farnesio. Es mi voluntad que todos los bienes referidos y otros cualesquiera, de igual o semejante naturaleza estable, adquiridos en cualquier manera, por conquista, compra, cesión o herencia, queden incorporados a la Corona, y pasen a mi hijo el Príncipe, y demás subcesores en ella, sin división ni separación alguna”.
Por consiguiente, se reforzaba y ampliaba una vinculación de bienes raíces a la Corona, semejante a la de un mayorazgo - aunque con la importante diferencia, respecto del régimen jurídico de las vinculaciones en el Antiguo Régimen, de que cada monarca podía vincular y desvincular libremente bienes de aquél en ejercicio de su potestad soberana, como acertadamente señaló Cos-Gayón.
El testamento de Carlos III se completaba con una serie de cláusulas en las que el rey ya establece una clasificación de bienes sobrantes y bienes privativos, que quedan separados y claramente delimitados del mayorazgo regio, de los que dispone con libertad, separando los bienes muebles de los bienes inmuebles vinculados a la Corona, a diferencia de lo sucedido generalmente en los reinados anteriores de los Austrias y los Borbones. Ello tuvo después gran trascendencia, como veremos, para el testamento de su nieto Fernando VII.
La llegada al trono de Fernando VII en 1808, tras el motín de Aranjuez y la abdicación de Carlos IV, supuso también que éste sucediera a su padre, como monarca, en la totalidad del Real Patrimonio, sin necesidad de mediar ningún otro acto jurídico. Con las llamadas abdicaciones de Bayona, la Corona de España, sin consentimiento expreso de la nación española, pasó de los Borbones a Napoleón y de éste a su hermano José I Bonaparte, siempre considerado “Rey intruso”, que, no obstante, trató por vez primera de regular y separar el Patrimonio de la Corona del del Estado, como más adelante examinaremos.
Como es sabido, Fernando VII fue restaurado en el trono en 1814, al finalizar la Guerra de la Independencia. A partir de ahí, la recuperación de los bienes cuya incautación había ordenado Jose I durante la ocupación napoleónica, el estado calamitoso de los recursos de la Hacienda y la ruina del Buen Retiro, junto con la pervivencia de anteriores proyectos de formación de un museo en la Corte y la voluntad de Fernando VII de redecorar el Palacio Real, dieron lugar a la creación en 1819 del Museo Real de Pinturas y Esculturas, conocido desde entonces como Museo del Prado, primer paso, junto con la del Real Museo de Historia Natural en 1815, para la futura gestación de nuevos museos y bibliotecas a partir de la progresiva desagregación de bienes del antiguo Real Patrimonio, por más que el Rey no reconociera, en principio, el marco jurídico que habían establecido, por una parte, el Rey intruso, y, por otra, los liberales gaditanos. Los recientes estudios sobre la fundación del Museo Real, publicados con ocasión de su bicentenario, son muy ilustrativos al respecto, pero aún quedan muchas cuestiones concretas que precisar - en particular, el trasfondo financiero y los procedimientos, ideas y criterios para el traslado de las obras del Museo desde los palacios y sitios reales durante la primera etapa de su historia (1818-1870) - . Para tratar de esclarecer estas cuestiones, en el marco del presente proyecto, se viene realizando una completa investigación de los fondos archivísticos existentes, sobre todo en el Archivo General de Palacio y el Archivo del propio Museo del Prado, además de los Archivos Histórico Nacional y General de la Administración del Estado y de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que se plasma a continuación y en los demás capítulos.
El contexto financiero del reinado de Fernando VII: Un Estado en quiebra y un Patrimonio Real que no se financia
El contexto financiero en el que se circunscribe la redacción del testamento de Fernando VII es, como poco, calamitoso y nada tiene que ver con la relativa suficiencia que había mostrado la monarquía española desde hacía tres siglos. De hecho, en 1833 se encontraba muy cerca del colapso, con los mercados internacionales cerrados a sus emisiones de deuda y en la peor situación para iniciar un nuevo esfuerzo financiero de guerra; en este caso contra los partidarios carlistas, alzados frente a los derechos dinásticos de Isabel II.
En términos generales, España había vivido de las rentas de la plata de las Indias desde el siglo XVI hasta hacía pocos años, lo que le había permitido obviar la reforma de su endeble y desequilibrado sistema fiscal, y había dotado a la corona de recursos para mantener un fastuoso nivel de gasto suntuario. Por lo tanto, cada uno de los monarcas españoles pudo dejar desde entonces un legado patrimonial más o menos rico y variado, dependiendo de sus gustos, inclinaciones y carácter, pero siempre con escasas cortapisas.
Sin embargo, desde fines del siglo XVIII las crecientes necesidades burocráticas del Estado, los gastos exponenciales de la maquinaria de guerra y el fin de la llegada de los ingresos de la América hispana, una década antes de los procesos de independencia, cortó de raíz este statu quo. Concretamente, con respecto a esto último, el tesoro español no recibió absolutamente ningún recurso de sus territorios de ultramar desde 1811, después de haber batido récords de entradas en 1802, al alcanzar los 413,4 millones de reales, equivalentes a la mitad de los ingresos del Estado1, como puede verse en el gráfico 1. Solo a partir de 1826 volvieron con cierta estabilidad las remesas fiscales de las islas de Cuba y Puerto Rico, lo que permitió recuperar parte de los ingresos de ultramar, aunque en una cuantía mucho menor a lo aportado por el viejo imperio español en el continente americano.
Estudiar las finanzas públicas de la Monarquía española de este período histórico y su relación con los gastos específicos de la Real Casa en sentido estricto es harto complicado, ante la inexistencia de un presupuesto moderno de ingresos y gastos, que no llegará a España hasta la promulgación, en 1850, de la Ley de Ordenación de las Cuentas del Estado. De hecho, el propio Fernando VII consideraba, como habían hecho sus ancestros, que un presupuesto formal vulneraba su autoridad y capacidad de maniobra, por lo que no autorizó hasta 1828 la redacción y puesta en marcha del primero. No dejaba de ser, en suma, una maniobra para generar confusión entre las finanzas del propio monarca y las del Estado y mantener una continua discrecionalidad y falta de control en el gasto; unas partidas que, como puede verse en la misma gráfica, no siempre aparecían en las cuentas oficiales o solían estar incompletas. No obstante, desde Felipe V sí hubo algunos importantes avances a la hora ordenar los gastos de la Casa Real y separarlos paulatinamente de las del Estado, de lo que daremos cuenta en el último apartado de este capítulo.
A pesar de la dificultad técnica de reconstruir los presupuestos del Estado, sí que hay cierto consenso entre los historiadores de la hacienda españolaen la evolución general y el giro dramático en las cuentas públicas a partir de las guerras de la Convención contra la Francia revolucionaria (1793-1795) y luego, junto con la propia Francia, frente a Gran Bretaña (1797-1808), antes de iniciarse el reinado de Jose I y la Guerra de Independencia en España. En todo ese periodo, el supuesto superávit presupuestario de la Monarquía española no es más que ilusorio: los ingresos ordinarios no llegaron a compensar las partidas de gastos totales, a pesar de la intensificación de las entradas de dinerario desde América, ya que Carlos IV y su valido, Godoy, fueron echando mano cada vez más al recurso de los ingresos extraordinarios, vía préstamos o emisiones extraordinarias de deuda pública, hasta copar por sistema la mitad de los ingresos del Estado. Una práctica que se convirtió en una constante en las finanzas públicas de España durante prácticamente todo el siglo siguiente
Gracias a estos recursos, en el último tercio del siglo XVIII los ingresos de la Monarquía española se multiplicaron por cuatro en términos reales (teniendo en cuenta la inflación); aunque España quedó lejos de la capacidad de ingresos de su antagonista entonces, el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda, que ya descollaba sobremanera en los inicios de su Revolución Industrial y demostraba una capacidad de ingresar muy superior que la decadente monarquía española (concretamente el doble de esta y sostenida al alza en el tiempo), como pusieron de manifiesto Andrés Ucendo y Comín. Lo cual no deja de ser la constatación del fin de largo periodo de primacía del Imperio Español, antes de su desintegración, frente al empuje de la Pérfida Albión.
En definitiva, en el tránsito al nuevo siglo el incremento presupuestario en ningún caso se explica por un crecimiento económico coyuntural ni por ninguna mejora o reforma en la fiscalidad y sí por un endeudamiento más que significativo, que no paró de crecer y que, como hemos indicado, pronto se quedó sin el contrapeso de los recursos de América. Por tanto, el desequilibrio en las cuentas públicas pronto se hizo evidente y en 1808 el Estado Español tenía una deuda acumulada de 7.194.266.839 reales en diversos tipos de deuda pública, que exigían el abono de 219.595.474 reales anuales en intereses. El problema, sin embargo, no hizo más que agudizarse en los años posteriores, no solo por las pérdidas inherentes a la Guerra de Independencia, que se llevó por delante la vida de casi un millón de españoles, destruyó infraestructuras e instalaciones industriales vitales (amén de las pérdidas del patrimonio artístico), sino también por el desorden y descomposición de la administración que trajo, a lo que pronto se sumó la pérdida de la mitad de la comercio exterior del país, que hasta la fecha se había volcado en los dominios americanos. En consecuencia, en 1814 la corona española, se encontraba técnicamente en bancarrota. El Estado, ahogado por los gastos imprevistos y comprometido por una enorme carga de deuda pública heredada del Antiguo Régimen, pudo reconocer tan solo 4.000 millones de reales como deuda generada durante el conflicto contra los franceses, principalmente por retrasos de tesorería. Aun así, el volumen de deuda reconocida en circulación rondaba ya los 12.000 millones de reales, más de 10 veces la capacidad anual de ingreso de la Hacienda Española en esos años.
Sin ánimo de ser exhaustivos, el principal problema de base que se encontró el gobierno fernandino (y el país en su conjunto) para salir de este círculo vicioso fue su propia incapacidad para dar un giro radical a las bases de un modelo de económico obsoleto y contraproducente respecto de la situación del país tras la Guerra de Independencia; con el añadido de la aún no asumida pérdida ingresos de Indias. De hecho, frente al activismo reformador de las Cortes de Cádiz o los propios “afrancesados”, afines a José I, los gobiernos de Fernando VII se decantaron por destruir la obra política y económica propuesta previamente para retornar a unas instituciones y normas que ya nada tenían que ver con la realidad de España y el resto de la Europa Occidental. Símbolo de esta voluntad de inacción y de contrarreforma fue el decreto de 23 de junio de 1814, que restableció el diezmo y el antiguo sistema de contribuciones, suspendió las ventas de bienes de la Iglesia que había iniciado el gobierno de José I y antes Godoy y devolvió su patrimonio a las órdenes religiosas; también se restituyó toda la legislación de señoríos y otras medidas menores, que suponían una vuelta en toda regla al Antiguo Régimen2.
Para mayor ahondamiento, entre todas las decisiones adoptadas por el gobierno fernandino, la que probablemente tuvo mayores repercusiones a nivel internacional fue la decisión de Fernando VII de repudiar todas las deudas emitidas por las Cortes constitucionales fuera de España y volver hacerlo con las deudas de los liberales del Trienio3. Una decisión que mantuvo inalterada hasta su muerte. La medida, aunque a posteriori se intentara justificar sobre la base a la imposibilidad de la Hacienda de hacer frente a la enorme carga de los intereses de los empréstitos de las Cortes, estaba fuera de toda lógica económica y política, pues cerró el crédito de España a los más importantes mercados financieros, muy especialmente el británico.
En este contexto, la Corona española se puso en manos de banqueros extranjeros de dudoso crédito y con escasa capacidad para hacer frente al desafío de financiar a todo un país para acabar confiado prácticamente en monopolio en el sevillano Alejandro Aguado , que emitió toda la deuda española en el extranjero desde 1824 hasta 1831. Unos contratos que dieron cierta liquidez a los gobiernos de Fernando VII, pero se hicieron a un insostenible coste, superior al 20% de intereses reales medios. Este despropósito generalizado por parte de las autoridades españolas no podía sino producir un incremento progresivo y desproporcionado de los servicios anuales de la deuda exterior, para los que ya no había recursos suficientes desde 1829. Una situación que llevaría pronto a un peligroso callejón sin salida a las finanzas públicas españolas, a pesar de los tímidos esfuerzos de modernización a finales del reinado, con la creación del Banco de San Fernando (1829) y de la Bolsa de Madrid (1831), que poco pudieron hacer para recabar más fondos y mejorar la situación del Tesoro hasta el momento del fallecimiento del monarca.
Esta situación afectó profundamente a las cuentas de la Corona española que, después de haber demostrado durante siglos no solo suficiencia financiera, sino pura ostentación frente al resto de las Monarquías europeas, tuvo que adaptarse a la situación en las condiciones que le fue permitiendo la convulsa coyuntura política y los designios, casi siempre arbitrarios, del monarca.
Como ha insistido José Luis Sancho, ni Fernando VII ni sus descendientes construyeron palacios importantes ni ampliaron los existentes, aunque él y su hija, Isabel II, no dejaron de redecorar los existentes con profusión hasta el Sexenio. De hecho, el literal “vaciado” de los Palacios reales de obras barrocas y dieciochescas con destino al Museo Real les permitió introducir numerosas piezas artísticas del gusto de la época, que solo han perdurado en parte. Lo que no desmerece del empeño que, tanto Fernando VII como su hija Isabel II, demostraron por su museo en el madrileño Paseo del Prado.
Este despliegue, sin embargo, no tiene que ver con lo realizado por sus antecesores, desde Felipe II y sus imponentes obras del Escorial, Aranjuez, Valsaín y el Alcázar madrileño, hasta Felipe IV, que construyó el Buen Retiro y fue en su época el mayor coleccionista de arte de toda Europa; o los Borbones del siglo XVIII, empezando por Felipe V, que construyó el palacio de la Granja de San Ildefonso y compitió con su segunda esposa, Isabel de Farnesio, en llenarlo de las mejores obras pictóricas de la época; o Fernando VI y Carlos III, que ampliaron el de Aranjuez y no pusieron límites a la conversión del solar del desaparecido Alcázar en un gran Palacio Real; hasta Carlos IV, que construyó la Casa del Labrador de Aranjuez y nombró y mantuvo a Goya como primer pintor de cámara. Pero, en el caso de Fernando VII, apenas hay nada verdaderamente reseñable como legado inmobiliario y poco en lo plástico – aunque sí en lo decorativo -, a pesar de intentar destacar en su testamento que en vida había
“mejorado algunos bienes raíces de la Corona; y es mi voluntad que estas mejoras se consideren como parte de dichos bienes”… y que “en mi reinado he adquirido por varios títulos algunas propiedades raíces, cuales son la dehesa de las Pozas, el palacio de la nueva población de la Isabela , el puente sobre el Guadiela, la Fábrica de loza de la Moncloa, la parte de jardín que se ha añadido a la Casita de Campo llamada del Infante D. Gabriel en el Sitio de San Lorenzo, la Casa y máquinas de la sierra de maderas en el pinar de Balsain (Valsaín), el Puente Verde y el de la Isleta en el Sitio de Aranjuez y todos los reparos que se han hecho en los demás Sitios.”
Comparativamente, un muy escaso bagaje inversor en arte para diecinueve años de largo reinado. Aunque es llamativo que en sus últimas voluntades no menciona el rey Fernando lo aportado para la recuperación del edificio de Villanueva, en el madrileño paseo del Prado, para adaptarlo a sede del Real Museo de Pintura y Escultura, que el monarca pagó de su bolsillo
El Gráfico 2 nos muestra una visión cuantitativa a largo plazo del gasto de la Casa Real durante los reinados de los Borbones de los siglos XVIII y XIX, que nos aclara la base del problema. Puede constatarse, por una parte, como el gasto de la Casa Real va creciendo paulatinamente a lo largo del siglo XVIII, aunque no en términos relativos sobre el gasto total del Estado, ya que tiende a descender en el último tercio del siglo. No obstante, no se puede obviar el hecho de que la Casa Real acapara en este periodo una parte importante del presupuesto público, con una media superior al 9% del gasto hasta Carlos IV. Aunque, hay que reseñarlo, estas entradas sufrieron una tendencia sensiblemente inflacionista hacia fines de siglo, que mermó sus ingresos. Hasta entonces, el presupuesto de la Casa Real partía de una recolección bastante anárquica de parte de los impuestos generales, de los que aquélla recibía una cifra variable, muy especialmente del monopolio del tabaco, aunque también del impuesto de millones, el de las salinas y las alcabalas, entre otros, procedentes fundamentalmente de los territorios de la Corona de Castilla.Las rentas y derechos del Patrimonio de la Corona de Aragón (especialmente importante en el Reino de Valencia) seguían siendo directamente percibidas por la Corona y no se imputaban entonces a la Real Hacienda, como hemos dicho.
A falta de cifras de gasto general del Estado para los años de reinado josefino, sí sabemos que a la corona se le asignó una financiación fija durante ese periodo de la que apenas pudo hacer uso 4. Aunque sí nos consta que el Patrimonio Real sufrió mermas reseñables, aunque difíciles de cuantificar, en la parte final de la invasión napoleónica5. Restaurada la monarquía borbónica, en los años correspondientes a Fernando VII la comparación es aún más compleja, por la escasez de datos y la falta de continuidad de las cuentas. No obstante, destaca la subida de las cuantías para algunos años, con el añadido de que, en plena depresión económica y presupuestaria, la Casa Real aumentó sus partidas, ahora en un contexto de precios deflacionario, por lo que fueron mayores en términos reales. Tras el fallecimiento del rey la tendencia es, sin embargo, de bajada exponencial. En la época de la regencia de María Cristina y del reinado de su hija Isabel II los gastos de la Casa Real terminan suponiendo una parte cada vez menor del presupuesto expansivo de los gobiernos parlamentarios liberales, para quedarse en algo más de un 1% dentro del presupuesto en los tiempos de su nieto Alfonso XII y su viuda María Cristina de Austria; una vez pasado el lógico “desierto” del Sexenio, donde Amadeo I demostró un gasto muy contenido en su breve reinado (187-1873).
Fernando VII fue bastante consciente de la debilidad de sus finanzas y en vida fue adaptándose a la nueva situación. Es llamativo que el único decreto de las Cortes de Cádiz que mantuvo en 1814, fue el relativo a la creación de una dotación o lista civil para la Corona (o dotación presupuestal asignada al monarca y a su familia), de 40 millones de reales anuales, además de (y quizás más importante) su voluntad de “separar los intereses y administración de su Real Casa de los generales del Estado” (Decreto de 22 de mayo de 1814), sustrayendo la administración e intendencia de la Casa Real a la Primera Secretaría de Estado, que venía desempeñándola desde 1768.
La existencia de la lista civil no era una novedad ni en España ni en otras Coronas europeas de la época, aunque es, sin ninguna duda, un símbolo de modernidad, propio de las Monarquías constitucionales y parlamentarias. La más antigua es la Civil List Act, de 1697, para la Monarquía británica, que estableció su Parlamento para asegurar un estipendio fijo para la Corona, a pesar de que esta última contaba con un extenso patrimonio que, en gran medida, conserva hoy día. Fue, incluso, efímeramente instituida en 1789 en Francia para Luis XVI y recuperada en 1832 para Luis Felipe de Orleans
En España, el Marqués de la Ensenada intentó dar un paso en ese sentido tan pronto como en el año 1743, al incorporar una partida presupuestaria finalista para el mantenimiento de la corona en su conjunto, no sin una amplia oposición de los Mayordomos Mayores de palacio. La iniciativa no cuajó y los gastos de la Casa Real pasaron a depender de hasta cuatro Secretarías distintas (Estado, Gracia y Justicia, Hacienda y Guerra) que se repartían funcionalmente los gastos del Estado, sin separación totalmente clara de los de la Casa Real, que podía seguir recurriendo a la Real Hacienda cuando lo estimaba conveniente.
Años más tarde, el Estatuto de Bayona de 6 de julio de 1808, otorgado tras las Abdicaciones de Bayona, estableció disposiciones sobre las que debería funcionar en adelante la dotación de la Corona en la nueva casa real de José Bonaparte, estableciendo que
“Las rentas de estos bienes (de la Corona) entrarán en el Tesoro de la Corona, y si no llegan a la suma anual de un millón de pesos fuertes (equivalentes a 20 millones de reales), se les agregarán otros bienes patrimoniales hasta que su producto o renta total complete esta suma.”
Por añadidura, su artículo 22 señalaba que
“El Tesoro público entregará al de la Corona una suma anual de dos millones de pesos fuertes, por duodécimas partes ó mesadas.”, además de otras cantidades (no menores), que servirían de financiar a componentes concretos de la familia real6.
La cifra de 40 millones de reales (o dos millones de pesos) tendrá su importancia, puesto que se repetirá prácticamente en todas las estipulaciones inmediatamente posteriores sobre la lista civil, incluidas las de las Cortes de Cádiz. Estas últimas, sin embargo, dieron un paso jurídico trascendental a este respecto, manteniendo esa financiación, pero estableciendo claramente que procedería de una decisión expresa de la soberanía nacional, a través de sus representantes, que dotaba a su monarca para que no le faltara “decoro” en el ejercicio de su función, y no tanto por derechos de familia o de cualquier otra naturaleza
La decisión fue ratificada por los liberales en el Trienio, que no hicieron más que tratar de aplicar la Constitución de Cádiz y llevarla hasta sus últimas consecuencias.
En un esfuerzo de transparencia sin parangón, y empujada sin duda por las Cortes y por decisión del ministro de Hacienda, Canga Argüelles, la Corona publicó sus cuentas en abril de 1821 , resumiendo su estado de ingresos y gastos para el periodo que de 1 de mayo de 1814 a fin de enero de 18217. La lectura de estas cifras da pistas importantes del estado financiero de la Casa Real en los primeros años del reinado de Fernando VII.
El documento confirma la existencia central en el presupuesto de ingresos de la Casa Real de la asignación de 40 millones de reales procedentes del Tesoro público, que alcanzaron en total algo menos de 223 millones de reales para todo ese periodo, a lo que se añaden también siete millones extra más, que se habían dotado en 1814 y otros 5,2 millones reales para obras en el Palacio Real, a razón de 120.000 reales mensuales que, junto a una pequeña partida para compensar pérdidas financieras, suman con la anterior 234,6 millones de reales y representan el 89,26% de los ingresos de la Corona. La cual, por su parte es capaz de recaudar por su cuenta los 28,2 millones restantes (un exiguo 10,74%) en base a rentas propias de la corona (entre las que destacan las de su patrimonio en Mallorca y Valencia).
En la parte de los gastos sobresalen los sueldos de toda clase de servidumbre de palacio (70,3 millones de rales); además de un total de 7,1 millones para viudas de antiguos empleados y otros 8,4 para pensiones de toda clase; aunque destacan sobremanera los 51,6 millones gastados en los viajes, fastos y ornato para celebrar la llegada a España y las bodas del rey con María Isabel de Braganza y Josefa Amalia de Sajonia, así como los funerales de la primera. El resto de gastos se reparte en una larga lista que lideran las obras de Real Palacio y sus estancias anejas (7,3 millones en total, dos millones más que la partida ingresada a tal efecto por el gobierno) y la llamativa cifra de 7,3 millones de reales del llamado “Bolsillo Secreto”, para gastos discrecionales del monarca. Una cantidad, esta última, exigua para justificar la importancia que se la ha dado a veces la historiografía para justificar la prodigalidad de gastos de los borbones; aunque importante para nuestro fin, en tanto que fue la partida de donde salieron los fondos para la instalación, montaje inicial y mantenimiento del Museo Real de Pintura y Escultura.
El saldo de ese periodo, de algo menos de siete años, da un supuesto superávit de 11 millones de reales que no oculta una realidad evidente: la Casa Real no se financiaba como en el pasado, apenas lo hace con sus recursos propios y le falta continuidad en su obtención. Lo que explica la inexistencia de obras nuevas importantes de ninguna clase, salvo en el Museo Real.
Por consiguiente, con el fin de que la Corona funcionara de acuerdo con las previsiones de la Constitución, se hacía necesario hacer economías para reducir unos costes que iban mucho más allá de las necesidades de “decoro” y “recreo” del monarca, hasta el punto de que el gobierno del Trienio liberal le instó a desprenderse de bienes que no reportaban beneficios netos a la Corona, ni eran necesarios para su “recreo”, algo insólito hasta entonces en las finanzas de la Monarquía española8, pero ahora lógico en un contexto en el que la Corona adquiría un nuevo papel institucional y representativo, sin considerarse ya como titular de la soberanía. En consecuencia, en mayo de 1820 Fernando VII mandó a su Mayordomía que hiciera un deslinde entre las fincas que se reservaba y las que cedía (cuyos réditos por subasta debían ir a parar a manos de la Hacienda Pública)9, a través un listado importante para nuestro propósito, pues clarifica lo que el Rey consideraba propio de la institución monárquica, separándolo de todo lo que para él era accesorio hasta esa fecha, aunque con una falta de concreción que merecería un estudio en mayor profundidad. No obstante, es importante destacar que el monarca sustituía a las Cortes al ordenar ese deslinde, incumpliendo la previsión de la Constitución de 1812, que atribuía a aquéllas su determinación, reforzando así su papel en la regulación del status de la Corona y de los bienes reservados al uso y disfrute del monarca reinante.
Tabla 1: Deslinde de bienes reservados a la Corona, según resolución de la Mayordomía Mayor, de 15 de mayo de 1820.
Madrid |
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Reservados |
Se ceden |
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Real Sitio del Buen Retiro, el Casino, la Casa de Campo y Real Florida, con todas sus posesiones, y Montaña del Príncipe Pío. |
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Aranjuez y Jarama |
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Reservados |
Se ceden |
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Palacio, jardines, Casa del Labrador, cortijo, y los terrenos que se encuentran desde éste, línea recta á Bayona, y luego río abajo hasta el arroyo de D. Gonzalo, y siguiendo la línea por los cerros hasta el término de Ocaña a concluir en dicho cortijo, con las dehesas necesarias para la Real yeguada |
Los quintos de Villamejor y Mazarabuzaque, los terrenos de las acequias del Tajo y Jarama, los puentes y barcas, los molinos y venta de los puestos públicos, con las demás casas y edificios de dicha posesión. |
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El Pardo |
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Reservados |
Se ceden |
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Palacio, jardines, Casa del Príncipe, el monte y la quinta del Duque del Arco Y la Zarzuela, con las casas de oficio y aposento, y las necesarias para los empleados. |
Se cede el monte titulado la Moraleja con sus edificios, tasado en 1.198.950 rs., como también la casa existente en él y demás de su pertenencia, tasado en 433.362 reales. Cédanse igualmente los puestos públicos y demás que haya en dicho Real Sitio. |
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Real Sitio de San Fernando |
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Reservados |
Se ceden |
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sotos de Aldovea y Torrejón, Galapagar, Castillo y su huerta con sus arbolados, Daralcalde y Viveros, Matilla de Mejorada y Baezuela, que se hallan poblados de caza y acotados. |
todas las tierras de pan llevar inmediatas a esta posesión y a la villa de Torrejón de Ardoz, que componen 2.449 fanegas, 9 celemines y 18 estadales, como también el coto del Bollero, inmediato a la villa de Rejas, y los puestos públicos. |
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San Ildefonso |
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Reservados |
Se ceden |
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Palacio, jardines, casas de oficio y de aposento, y las necesarias para los empleados, el Palacio de Balsaín y de Riofrio. |
todo lo demás de dicho sitio, con inclusión de pinares y puestos públicos. |
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San Lorenzo |
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Reservados |
Se ceden |
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Palacio, jardín, las dos Casas de Campo, la casa de oficio, aposento y de empleados. |
las demás pertenencias y derechos de dicho Real Sitio. |
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Sevilla |
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Reservados |
Se ceden |
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Los Alcázares y jardines. |
los demás edificios y pertenencias, incluso el Lomo del Grullo. |
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Granada |
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Reservados |
Se ceden |
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La Real Alhambra con sus jardines |
Se cede todo lo demás que pertenece á S. M. en dicha ciudad. |
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Valladolid |
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Reservados |
Se ceden |
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El Palacio y jardín con huerta |
Los demás edificios y huertas de aquella población |
Fuente: Gos Cayón (1881), pp. 156-158
Estos bienes, “cedidos” para su venta revirtieron en parte a la Corona tras la caída del gobierno del Trienio liberal en 1823, no sin pleitos de por medio. A partir de ese momento se produce un profundo vacío informativo, que coincide con los huecos que se observan en la gráfica 2 entre el año 1823 y la muerte de Fernando VII, periodo en que éste volvió a su derrotero de monarca absoluto, discrecional en sus gastos y opaco en sus cuentas. Aunque arrastrando carencias financieras dignas de su mala gestión política, que intentó ocultar en lo posible. Así, por ejemplo, al poco de la caída del gobierno del Trienio liberal y después de derivar todos los fondos disponibles al inútil último esfuerzo de evitar las independencias en la América continental, el rey llegó a retrasarse hasta 20 meses en el pago de las nóminas de sus sirvientes. No le fue mejor en los siguientes años, de ahí que veamos al monarca endeudarse considerablemente para hacer frente a sus numerosos impagos10. Ello no le impidió continuar financiando durante el resto de la Década Ominosa obras en los espacios anejos a los Reales Sitios, como la plaza de toros o los jardines de Aranjuez, nuevas salas de audiencia en El Escorial o, incluso, otras claramente de su ámbito privado, como el arreglo del sitio de Vista Alegre, donde el monarca no tuvo reparo en gastar 30 millones de reales para el disfrute de su última esposa, María Cristina de Borbón.
La distinción entre Patrimonio y Hacienda del Estado, Patrimonio de la Corona y Patrimonio privado del Rey y la Familia Real en el reinado de Isabel II
Como ya hemos indicado, el proceso de clarificación y distinción entre el Patrimonio de la Corona y el privativo del rey se establece a partir del propio testamento de Fernando VII, donde queda clara la voluntad del monarca de delimitar los bienes privativos, que entendía le pertenecían en pleno dominio y de los que podía por tanto disponer libremente en favor de sus herederas, del resto de los bienes del Real Patrimonio, que se encontraban afectos a la Corona y reconocía como inalienables, aunque pudieran ser usados y disfrutados por sus sucesores en el Trono. Anteriormente, la propia Constitución de 1812 ya hacía esta distinción, que los liberales intentaron llevar a efecto en 1820, deslindando el Patrimonio de la Corona y el Patrimonio privado del rey, sin llegar a conseguirlo.
No obstante, en el interior de Palacio la administración patrimonial de la Corona siguió funcionando con figuras de gasto paralelas, como el Bolsillo Secreto, que no han sido estudiadas en profundidad. En paralelo, la reina viuda, gobernadora del Reino, María Cristina soslayó premeditadamente el cumplimiento de la última voluntad de su primer esposo, haciendo un uso discrecional tanto de la parte privativa de la herencia, que correspondía a sus hijas, como de los propios Sitios Reales, siendo dudoso que hubiera podido tomar como suyos, como efectivamente así hizo, bienes asignados a la reina Isabel II - como parte de los que formaban las colecciones reales -, amén de realizar numerosos negocios privados, sirviéndose de su cercanía al poder, que levantaron escándalo. Estos aspectos han sido estudiados recientemente por Lopez-Morell, que ha analizado y cuantificado el origen y el monto de la fortuna de María Cristina y su segundo esposo, Fernando Muñoz, duque de Riánsares, aunque quedan por precisar los elementos específicos de su patrimonio que entraron en conflicto con el Patrimonio Real o con el privativo de sus hijas.
En líneas generales, el conflicto sobre los respectivos ámbitos e intereses patrimoniales del Estado, la Corona como institución y la reina Isabel II como propietaria de bienes privados estuvo al albur de los vaivenes políticos y de la propia inacción de la Corona, lo que retrasó considerablemente su resolución. Así lo destacó en su día Cos-Gayón, en su Historia jurídica del Patrimonio Real, a lo que hay que sumar el detalle de los estudios de Isabel Burdiel, Ángel Menéndez Rexach , Encarna y Carmen García Monerris y Paz Cabello Carro, que abordan en profundidad los aspectos jurídicos y políticos de este complejo proceso, que duró casi cuatro décadas desde la muerte de Fernando VII en 1833 y al compás de la consolidación de la Revolución liberal en España.
No obstante, pretendemos completar estos estudios, aclarando y precisando aún más los diversos vaivenes y etapas de esta larga transición. En su día, el nuevo Estado constitucional tardó mucho en delimitar por sí mismo esos límites y evitó conflictos con la Corona. Solo en 1838 se creó una Comisión Mixta para el deslinde del Real Patrimonio, entre el Gobierno y la Mayordomía Mayor de Palacio, con el objetivo de separar los derechos del Estado y los de la Casa Real. Pero la Comisión quedó desmontada en 1843, lo que se mantuvo a lo largo de toda la Década Moderada, y no se volvió a formar otra hasta diciembre de 1854, por iniciativa de Espartero, ya en el denominado Bienio Progresista. Todavía no se ha sistematizado del todo el estudio de esta época, desde el punto de vista jurídico-patrimonial e institucional, a pesar de los recientes y valiosos intentos de síntesis de conjunto en esta materia. Los informes y dictámenes contemporáneos son incompletos y contradictorios, por lo que se hace necesario aclarar todos los aspectos jurídicos e institucionales de esta cuestión, así como el marco político que la rodeó.
La consolidación definitiva del liberalismo en España, tras la muerte de Fernando VII en 1833 y el inicio de la regencia de la Reina gobernadora María Cristina, abre una etapa compleja a la hora de definir los límites del Patrimonio de la Corona y del Patrimonio del Estado, junto con los de las nuevas instituciones culturales que emanan de la iniciativa regia o de la de los gobiernos del Estado liberal. Durante las tres décadas siguientes se produjo un debate continuo sobre la construcción del nuevo Estado en general y, en particular, sobre la estructura y composición del Patrimonio de la Corona que, de ser una vinculación sujeta exclusivamente a la voluntad real y nutrida de sus rentas propias y de los recursos de la Real Hacienda, va adquiriendo nueva naturaleza y configurándose de forma más limitada y precisa como un conjunto de bienes adscritos a la Corona, y no a la persona del monarca.
De esta manera, se distingue progresivamente, y no siempre con orden, el patrimonio privado del monarca y de su familia del antiguo Patrimonio Real, que se incorpora al ámbito de lo público, y del que una buena parte queda vinculada permanentemente a la Corona, con una administración asignada a la Real Casa y separada del Patrimonio del Estado, y otra, aún más importante, se cede a la Administración estatal en formas diversas, entre las que, para nuestro estudio, importan sobre todo los fondos y colecciones documentales, bibliográficos, históricos y artísticos de los Archivos y Museos Nacionales y de la Biblioteca Nacional, más allá de la transformación del Museo del Prado de Museo Real a Museo Nacional, producida en el Sexenio revolucionario.
En este contexto, es especialmente relevante el proceso de clarificar los límites entre el patrimonio afecto a la Corona, como institución, del privativo de los reyes, en un debate que trascendió a la institución y se convirtió en un elemento clave de la discusión política de la época.
Para explicar el largo y complejo camino de la separación de estos tres patrimonios podemos situarnos en su punto final: la Ley del Patrimonio de la Corona de 12 de mayo de 1865. Una norma que establece formalmente lo que, a la larga y con pocas modificaciones, ha llegado hasta el presente, como inherente al Patrimonio afectado al uso y servicio de la Corona como institución, claramente diferenciado del privativo del monarca y su familia.
Concretamente, el texto de la mencionada Ley de 1865 designaba como bienes que formarían este patrimonio (Artículo 1º):
- El Palacio Real de Madrid, con sus Caballerizas, cocheras, parques, jardines y demás dependencias.
- La Armería Real.
- El Real Museo de pinturas y escultura.
- Los Reales Sitio del Buen-Retiro, la Casa de Campo y la Florida.
- Los Reales Sitios del Pardo y San Ildefonso, con sus pertenencias.
- El Real Sitio de Aranjuez con sus pertenencias y la yeguada existente en el mismo.
- El Real Sitio de San Lorenzo, con su Biblioteca y pertenencias.
- La Real fortaleza de la Alhambra y el Real Alcázar de Sevilla, con sus pertenencias.
- El Jardín del Real de Valencia, los Palacios reales de Valladolid, Barcelona y Palma de Mallorca, y el Castillo de Bellver.
- El Patronato del Monasterio de las Huelgas de Burgos con el hospital del Rey; el Patronato del convento de Santa Clara de Tordesillas, y los demás patronatos y derechos honoríficos que hoy pertenecen a la Corona”
Además de establecer, en su artículo 3°, que “el Patrimonio de la Corona será indivisible. Los bienes que lo constituyen serán inalienables é imprescriptibles, y no podrán sujetarse a ningún gravamen Real, ni a ninguna otra responsabilidad.”
Dos elementos habría que destacar en este punto: en primer lugar, esta Ley establece por fin una lista clara de bienes inmuebles y muebles del que ya no se podrá desprender la Corona, al margen de la voluntad del monarca reinante y de las particiones hereditarias de su familia, a diferencia de lo sucedido en la testamentaría de Fernando VII; en segundo lugar, el texto legal confirma la definitiva inclusión del Real Museo de Pintura y Escultura y su contenido como un bien único dentro del patrimonio de la Corona y no como un bien privado de los Reyes, por lo que consolida no solo la unificación definitiva de la colección, que ya se decidió en la testamentaría de Fernando VII a costa del patrimonio de Isabel II, sino, y quizás más importante, su institucionalización a través de la Corona. Lo que daría pie en apenas cuatro años a su redenominación como Museo Nacional11, ya como patrimonio de todos los españoles, fusionándolo con el Museo Nacional de la Trinidad.
El paso histórico que significa la primera Ley del Patrimonio de la Corona en 1865 para la conformación de uno de los pilares fundamentales del Patrimonio cultural de España como nación era, en cierta medida, continuación de la Resolución de 9 de mayo de 1820 sobre el primer deslinde de los bienes del Patrimonio Real, ahora en un contexto de crisis financiera similar. Se introducía, sin embargo, en esa Ley un matiz por parte del gobierno del general Narváez que generó una gran controversia y derivó en una inesperada y violenta respuesta social. Esta respuesta no se produjo por la separación del Patrimonio de la Corona del privado de los reyes, sino por el destino que se anunciaba para el resto del Patrimonio que quedaba fuera de la lista de bienes del Patrimonio de la Corona enumerados en la Ley, que se vendería en pública subasta y cuyo precio se destinaría en un 75% al Estado y el 25% restante iría a formar del patrimonio privativo de la Reina Isabel II, como compensación por la definitiva renuncia a considerar como bienes privativos suyos los ahora adscritos al Patrimonio de la Corona que no eran indisponibles conforme a la testamentaría de Fernando VII. No hay que olvidar que la tramitación de ésta había sido objeto de continuos avatares hasta 1857 y que desde las Cortes de Cádiz hasta la Ley de 1865 nunca se había producido un completo acuerdo político sobre el origen y titularidad de los bienes que históricamente formaron el Patrimonio Real, llagándose únicamente a ciertas transacciones políticas que no resolvían por completo la discusión sobre ello
Por tanto, la disposición legal de entregar a Isabel II, como compensación, el 25% del precio de venta de los bienes que no se incluían en el Patrimonio de la Corona pareció inadmisible al político y periodista Emilio Castelar, que al hilo del debate del proyecto de ley público el 21 de febrero de 1865 en el periódico La Democracia un célebre artículo, bajo el título “El Rasgo”, en el que dictaminaba con contundencia:
“Vamos a ver con serena imparcialidad qué resta, en último término, del celebrado rasgo. Resta primero una grande ilegalidad. En los países constitucionales el Rey debe contar por única renta la lista civil, el estipendio que las Cortes le decretan para sostener su dignidad. Impidiendo al Rey tener una existencia aparte, una propiedad, como Rey, aparte de los presupuestos generales del país, se consigue unirlo íntimamente con el pueblo.”
Y continuaba con la siguiente pregunta:
“¿De quién es el Patrimonio Real?", "¿Ha dado la intendencia de palacio algo que realmente sea suyo? El Patrimonio Real es Patrimonio de la Nación... La Casa Real vuelve al país una propiedad que es del país, y que por los desórdenes de los tiempos y por la incuria de los gobiernos y de las Cortes, se hallaba en sus manos».
Castelar negaba, por tanto, que existiera ningún rasgo de generosidad en la renuncia de Isabel II a los bienes subsistentes en manos de la Casa Real del antiguo Patrimonio Real, por los que, en lo que se refiere a las obras de arte contenidas en el Museo Real, había pagado a su hermana la Infanta María Luisa Fernanda y a su madre, la Reina Gobernadora María Cristina, su parte en la herencia de Fernando VII. Negaba también la distinción entre bienes vinculados a la Corona y bienes libres de vinculación establecida en el testamento y la sucesión de Fernando VII, que no había sido en definitiva impugnada en su totalidad por ninguna de las herederas ni por los sucesivos gobiernos y parlamentos del Estado liberal a pesar de las discusiones existentes, sobre todo en relación con la parte de la herencia correspondiente a la Reina María Cristina, que se había visto obligada por las Cortes en 1857 a devolver parte de lo que había tomado de más en aquélla. Negaba, en definitiva, la capacidad de las Cortes de disponer una compensación a favor de la Reina por la cesión de unos bienes cuya propiedad nunca debió habérsele reconocido, pese a haber pagado en buena medida por ellos.
La polémica se resolvió con sangre en las calles, la Noche de San Daniel (10 de abril de 1865), con cientos de universitarios reprimidos a tiros, lo que supuso un momento crítico para la monarquía Isabelina, cuya escasa popularidad no pararía de caer hasta su expulsión de España tres años más tarde. La ley, mientras tanto, se mantuvo tal cual, por lo que Isabel II pudo, efectivamente, ampliar considerablemente su patrimonio personal, mermado en parte por las indemnizaciones de 1845. No en balde, en noviembre 1867, abrió discretamente una cuenta en la casa Rothschild de 30 millones de francos, el día siguiente del fallecimiento de O’Donnell y adelantándose a la de Narváez, su otro gran apoyo político, que murió seis meses más tarde. Por lo tanto, apenas un año más tarde Isabel pudo así financiar fácilmente su exilio en París, donde pudo adquirir el Palacio de Castilla y vivir con holgura hasta su muerte, en 1904.
Entre la primavera de 1865, en que se promulga la Ley del Patrimonio de la Corona, y el testamento de Fernando VII, rubricado en Aranjuez el 12 de junio de 1830 transcurren 35 largos años. Pero este proceso de clarificación y distinción entre el Patrimonio de la Corona y el privativo del reyo es muy anterior en el tiempo testamento de Fernando VII o el propio decreto de 1865.
El artículo 21 del Estatuto de Bayona, de 1808, en paralelo a la lista civil que mencionábamos, había establecido:
«El Patrimonio de la Corona se compondrá de los Palacios de Madrid, del Escorial, de San Ildefonso, de Aranjuez, del Pardo, y de todos los demás que hasta ahora han pertenecido á la misma Corona, con los parques, bosques, cercados y propiedades dependientes de ellos, de cualquier naturaleza que sean”.
Las Cortes de Cádiz fueron algo más imprecisas, sin aclarar lo concerniente a la titularidad dominical del Patrimonio asignado al monarca, al disponer el artículo 214 de la Constitución de 1812:
“Pertenecen al Rey todos los palacios Reales que han disfrutado sus predecesores, debiendo señalar las Cortes la designación de los terrenos que estimaran convenientes para el recreo de la persona del Rey».
En el testamento de Fernando VII queda clara la voluntad del monarca de delimitar los bienes privativos, que entendía le pertenecían en pleno dominio y de los que podía por tanto disponer libremente en favor de sus herederas, del resto de los bienes del Real Patrimonio, que se encontraban afectos a la Corona y reconocía como inalienables, aunque pudieran ser usados y disfrutados por sus sucesores en el Trono.
En este documento el monarca dispone su sucesión cuando señala:
“Instituyo y nombro por mis únicos y universales heredero á los hijos ó hijas que tuviere al tiempo de mi fallecimiento, menos en la quinta parte de todos mis bienes, la cual lego á mi muy amada Esposa Doña María Cristina de Borbón que deberá sacarse del cuerpo de bienes de mi herencia por el orden y preferencia que prescriben las leyes de estos mis Reynos así como el Dote que aportó al matrimonio y cuantos bienes se le constituyeron bajo este título en los capítulos matrimoniales celebrados solemnemente y firmados en Madrid á cinco de Noviembre de mil ochocientos veinte y nueve”.
No obstante, consta que, antes de enviudar, la reina María Cristina ya había recibido de su marido en propiedad la Real Quinta de Quitapesares, en Segovia, y la Real Posesión de Vista Alegre, en Carabanchel.
Los cálculos de la testamentaría dieron un resultado de 152.838.930,30 reales, de los que 28,8 millones de reales se adjudicaron a María Cristina, fundamentalmente como quinto de libre disposición, y 56,2 millones para Isabel y otros tantos para Luisa Fernanda. Juntas, estas dos cantidades darían un total 141,3 millones de reales. Por tanto, al ser el valor del inventario de 152 millones, restaría un residuo de 11,4 millones, de partidas aún no inventariables o partibles, que supondría una deuda de la testamentaría para con las tres herederas, en la parte correspondiente de cada una, y que debía abonarse en el futuro, cuando fuera posible.
El Rey, por lo demás, seguía dejando en al ámbito de lo privativo, y por tanto, sujeto a partición hereditaria conforme a su testamento, el Museo Real de Pinturas y Esculturas, junto con los demás bienes muebles, como se explica extensamente en los dos siguientes apartados de este capítulo. Solo la voluntad de su hija Isabel II, aconsejada por los testamentarios del monarca, encabezados por el Duque de Híjar, en 1845, y a costa de compensar económicamente a su hermana y a su madre, con cargo a su caudal privado, hizo posible el mantenimiento de las colecciones del Museo Real como un conjunto unitario, tal y como se habían esencialmente conservado a lo largo de los reinados anteriores de los Austrias y Borbones. Esta trascendental decisión, tomada de modo deliberado y muy consciente, convierte a Isabel II, tanto más que a su padre, en creadora del Museo del Prado, lo que hasta ahora no ha sido suficientemente reconocido y valorado, salvo en el valioso libro de Gonzalo Anes Las colecciones reales y la fundación del Museo del Prado.
Por tanto, la Gaceta de Madrid de 18 de mayo de 1865 publicó una norma que cerraría el largo ciclo abierto en 1808, con las Abdicaciones de Bayona, pasando por las Constitución de 1812, el Trienio liberal y el reinado, sucesión y testamentaría de Fernando VII. Esa norma acuñó el nuevo concepto de Patrimonio de la Corona, vinculado a ésta y totalmente indisponible por el monarca reinante, por contraposición al antiguo Real Patrimonio, a partir de un escueto listado de diez grupos de propiedades que recogían en ese momento los actuales Reales Sitios, el Museo Real del Prado, la Alhambra, el Retiro, la Florida y otros lugares, a los que se añadían los Reales Patronatos subsistentes tras la Desamortización eclesiástica.
Esa norma tuvo la virtualidad de delimitar por primera vez con claridad tres sectores patrimoniales: los bienes vinculados a la Corona para su uso, disfrute y servicio, de los que el monarca reinante no podía disponer; el caudal privativo del monarca (es decir, los bienes de su propiedad particular); y los bienes pertenecientes al Patrimonio del Estado, aunque procedieran del Real Patrimonio en el pasado.
La otra cara de esto proceso fue la caída de Isabel II en la “Revolución Gloriosa”, de septiembre de 1868, que dejó el Patrimonio de la Corona en un limbo legal, hasta la ley de 18 de diciembre de 1869, que lo declaró extinto y fijaba los bienes del Estado que usaría en lo sucesivo el monarca, creándose una “Dirección General del Patrimonio que fue de la Corona”. Esta última, en cualquier caso, solo tendría el uso y disfute de esos bienes, al reservarse el Estado su titularidad. El Museo del Prado, fusionado con el Museo Nacional de la Trinidad en 1870, pasó a ser desde entonces Museo Nacional, como los restantes museos nacionales creados hasta esa fecha.
Al restaurarse la Monarquía borbónica en la persona de Alfonso XII, la Ley de 18 de diciembre de 1869, que extinguió el Patrimonio de la Corona, fue derogada por la de 26 de junio de 1876, que recuperó el statu quo de 1865 para los bienes y derechos integrantes de ese Patrimonio “con excepción de los que han sido enajenados ó dedicados a servicios públicos”. Por ello, el Museo del Prado, la Alhambra de Granada, y los Reales Sitios de la Florida y el Buen Retiro en Madrid, entre otros bienes, no se reintegraron al Patrimonio de la Corona así reconstituido.
La Ley de 1876 se mantuvo hasta la II República, siendo sustituida por la Ley del Patrimonio de la República de 1932, que, básicamente, configuró el antiguo Patrimonio de la Corona - excepto el Alcázar de Sevilla, la Casa de Campo en Madrid y los Reales Patronatos - como conjunto de bienes de titularidad estatal, con administración separada del Patrimonio del Estado, al servicio de fines culturales y de la alta representación del Estado atribuida al Presidente de la República. Esta ley fue sustituida, tras la Guerra Civil, por la Ley del Patrimonio Nacional de 1940, promulgada por el Jefe del Estado General Franco, que estuvo en vigor hasta 1982, año en que fue reemplazada por la Ley vigente, aprobada por las Cortes Generales y sancionada por el Rey Juan Carlos I, en desarrollo de lo preceptuado en el artículo 132.3 de la Constitución de 1978.
Todas estas disposiciones legales derivan sustancialmente de la Ley de 1865, que delimitó y reguló de modo preciso, por primera vez en nuestra historia constitucional, el conjunto de bienes culturales adscritos al servicio de la Corona, como resultado de la desagregación y distribución de los bienes del antiguo Patrimonio Real iniciado en el reinado de Fernando VII, acentuado mediante su sucesión y testamentaría y consolidado en el reinado de su hija Isabel II.
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Continuar por el Capítulo 3.2
El largo proceso de la Testamentaría de Fernando VII
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- Mercader Riba, Juan (1983): José Bonaparte rey de España, 1808-1813. estructura del Estado Español Bonapartista, C.S.I.C. Instituto de Historia "Jerónimo Zurita", Madrid.
- Moral Roncal, Antonio Manuel (2021): "¿El fin de la Corte? Cambios y adaptaciones de la Casa Real española (1814-1868)", en En José Martínez Millán y Natalia González Heras (coord.) (2021): De reinos a naciones: política e instituciones, págs. 53-78, Polifemo.
- Portus, Javier (coord.) (2018): Museo del Prado, 1819-2019. Un lugar de memoria, Museo del Prado, Madrid.
- Prados de la Escosura, Leandro (1988): De Imperio a Nación: Crecimiento y atraso económico en España (1780–1930), Alianza Editorial.
- Sancho Gaspar, José Luis (2021): "Matar al padre, imitar al abuelo Fernando VII e Isabel II en el Palacio Real de Madrid", en En José Martínez Millán y Natalia González Heras (coord.) (2021): De reinos a naciones: política e instituciones, págs. 141-187, Polifemo.
Referencias documentales
- 1865-05-18 Ley de 1865 de designación de los bienes del Patrimonio de la Corona.
- 1834 Testamentaría del Señor Don Fernando VII, 2ndo volumen AGP, Registro 4808 Archivo General de Palacio.
- 1845-10-17 Cálculo de la indemnización a la infanta en noviembre de 1845 y proyecto de decreto (AGP SH Cª 149/20) AGP, Sección Histórica, Caja 149/20 Archivo General de Palacio.
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Notas de esta sección
- 1.
Aunque, en términos relativos, la cifra fue superada en 1909, cuando las remesas de América alcanzaron al 70% de los ingresos de la corona española.
- 2.
Entre tanto desatino, el único intento real de escapar de esta tendencia e introducir reformas reales y efectiva, fuera de las fases constitucionales, fue el efímero mandato del ministro Martín de Garay en Hacienda, que intentó reordenar ingresos y gastos y abordar una profunda reforma fiscal , que encontró los mismos problemas para su desarrollo que el marqués de la Ensenada décadas atrás con las élites. Éstas forzaron su destitución en septiembre de 1818, tras apenas año y medio en el cargo https://historia-hispanica.rah.es/biografias/18510-martin-de-garay-y-perales
- 3.
La medida afectó tanta a la mencionada deuda externa como a la interna; lo que en el caso de esta última supuso “un auténtico despojo...” sobre los acreedores nacionales, en palabras de Artola (1986), pág. 146, los cuales, además de no recibir buena parte de sus correspondientes intereses durante el periodo, vieron reducido el volumen de sus aportaciones en al menos 7.000 millones de reales, como consecuencia de las reconversiones unilaterales del gobierno, Fontana (1973) pp. 215-228.
- 4.
En concreto, 7,2 millones de reales de media anuales durante su reinado, tan solo un 18% de los 40 previstos.
- 5.
Por ejemplo, en lo referente a las joyas de la corona (Aranda Huete, 2005). Véase también la contribución de María Dolores Antigüedad en el apartado 2.2 de este mismo libro.
- 6.
“Art. 23. Los Infantes de España, luego que lleguen a la edad de 12 años, gozarán por alimentos una renta anual, a saber: el Príncipe heredero, de 200.000 pesos fuertes; cada uno de los Infantes, de 100.000 pesos fuertes; cada una de las Infantas, de 50.000 pesos fuertes. El Tesoro público entregará estas sumas al Tesoro de la Corona. Art. 24. La Reina tendrá de viudedad 400.000 pesos fuertes, que se pagarán del Tesoro de la Corona”.
- 7.
Canga Argüelles fue depuesto en marzo 1821, aunque su sucesor Antonio Barata, mantuvo la decisión.
- 8.
No así en el caso de Jose I, que para recabar recursos y difundir un cierto discurso monarquía liberal puso en alquiler la mayor parte del suelo agrario de la corona en Aranjuez. Mercader Riva (1983), pp. 77-78.
- 9.
Hubo no obstante, una importante polémica, planteada por algunos diputados que no aceptaban la denominación de “cesión” por parte de la Casa Real, ya que consideraban que era la nación la que disponía de esos bienes, por acuerdo de las Cortes, y no eran graciosamente cedidos por el monarca. García Monerris y García Monerris (2015), pp. 66-67.
- 10.
En 1827 Fernando VII tuvo que pedir discretamente un préstamo privado de 30 millones de reales para pagar cuentas pendientes con su servidumbre y proveedores varios, Moral Roncal (2021), p. 61.
- 11.
«Ley, declarando extinguido el Patrimonio de la Corona, revirtiendo al Estado, en pleno dominio, sus bienes y derechos, y los de la Real Casa (RD 18-12-1869). En 1876, la nueva ley alfonsina que 1876: ley designando los edificios, bienes y derechos que constituyeron el Patrimonio de la Corona, ya no incluye al Museo del Prado.